Ochenta
años le costó tomar la que es, irónicamente, la decisión de su vida. Ochenta
años de fracasos, de errores, de amores y, sobre todo, desamores. Ochenta años
de pajas de manos disecadas. Ochenta años de corazones destrozados. Ochenta
años de puñaladas en la espalda. Ochenta años de abandono y soledad. Ochenta
años para darse cuenta de que no se llevaba nada, de que todo lo que había
ganado era artificial, un producto de su vasta imaginación.
El
día de su funeral, escuché unas vecinas que decían:
-
Ochenta años. Hasta me
admira. – dijo una.
-
Con aquella vida, no
sé cómo no se suicidó a los quince.
-
¿Con aquella vida? ¿y
qué me dices de aquella familia?
Con
un padre alcohólico que abusaba de su madre, fármaco dependiente. Un hermano
menor que murió antes de los diez años y una hermana mayor, que a los dieciocho
se fue de la casa, para trabajar como prostituta. Es cierto, no vivían bien.
Para él fue difícil su infancia y nadie esperaba que saliera un gran genio de
una familia como aquella.
No
estaba tan loco como contaban sus vecinos más jóvenes, ni era tan gruñón.
Tampoco era un viejo sabio, de esos que te pueden dar una clase de cualquier
cosa mientras se toma un café. Nunca fue el primero en ninguna clase, ni salió
con honores a la universidad.
Ochenta
años para darse cuenta que la etiqueta de ‘escritor’ le quedaba grande, la de
‘poeta’, mucho más. Ochenta años y más de cien desgracias no bastaron para que
su decisión se diera unos años atrás.
Ni
siquiera se le pasaba por la cabeza el día que reprobó matemática, en el último
año del colegio. Ni cuando le rechazaron la candidatura en la universidad a la
cual quería ir.
Siempre
fue un maldito cobarde, eso sí. Tan cobarde como pensativo. Hombre de pocas
palabras y mucho pensamiento, y mucho miedo. Tanto miedo a hacer lo que le
gustaba, que lo hacía escondidas. Nunca nadie le vio hacer lo que le gustaba.
Decidió
estudiar algo que odiaba, porque el miedo no le dejaba hacer lo que quería, no
en público. Entonces revolucionó su carrera, revolucionó también su trabajo.
Aún en la universidad se escuchan algunas leyendas urbanas sobre su persona y
es admirado por unos pocos que idolatran su arte. Pero él nunca los conoció,
ahora ya es tarde. Nunca supo que era admirado y vivió mejor así. Porque era un
cobarde, un cobarde que se ocultaba en el papel para no dar la cara.
Dieciocho
años le costó expresar sobre un papel todo lo que sentía. Una basura literaria,
como era de suponer, pero con alma, alma transparente. Y nadie lo vio. Era lo
importante. Entonces comenzó su relación poliamorosa con el lápiz, con el
papel, con una antigua máquina de escribir que heredó de su abuelo; quizás el
único objeto material con algún valor sentimental aún el día de su muerte; el
único que de verdad se habría llevado hasta la tumba.
Veinte
años le costó tocar por primera vez una teta (desde el día de su destete).
Veinte años intactos tenía el día que, según contó alguna vez, perdió la
virginidad. Un regalo de cumpleaños de parte de una vecina a la que cortejaba
muy fugazmente, contó él también. “Como Blanquita, ninguna”. Puede que haber
conocido a Blanquita haya sido la única dicha en su vida, aparte de escribir y
masturbarse, porque claro, nunca nadie lo vio con ella.
Por
maldiciones del destino, Blanquita se tuvo que mudar al viejo continente cuando
tenía veinticinco años. Otro golpe devastador para él, aunque nadie lo supo,
nadie lo vio. Dos años tardó en encontrar otra mujer, nunca a la altura de
Blanquita.
Tras
los cuarenta ya tenía tres divorcios a cuestas junto con un cuarteto de
herederos. A pocos de ellos se les pudo ver la cara el día de su funeral, a lo
mejor el tampoco los hubiese querido ahí. Dicen que los niños les salieron
poseídos por el espíritu de su padre, el alcohólico. Todos le odiaban, desde el
nacimiento; y él, con el tiempo, aprendió a odiarlos también.
A
los cincuenta años le llegaba la otra gran dicha de su vida, tras el
descubrimiento de la masturbación, del lápiz y del sexo de Blanquita; murió su
papá, el alcohólico. Lo que le llevó a escribir su obra maestra: “El veneno del
borracho”.
Todo
lo que puedo contar después de su última gloria, son sus desgracias. En
resumidas cuentas: La muerte de su perro, la quema de su casa, junto a gran
parte de sus obras incompletas, que prometían llevarlo a la cúspide de la
literatura universal; todas las enfermedades clandestinas de las que se
contagió por coger a cuanta puta viera en cada esquina. En el underground de la urbe ya conocían su
cara, pero no su nombre. Ahí sí era una persona muy querida, por su frecuente
concurrencia, pero sobre todo, por sus generosas propinas. Y es que su salario
se iba en las putas… y en alguna basura para comer.
Pero
fue a los setenta y nueve años que recibió la peor noticia de su vida, la más
trágica, la más dolorosa. Alguien llamó desde París para informar sobre la
defunción de Blanquita. Nunca nada le había afectado tanto. Nunca nada le había
hecho sufrir. De repente su vida había sido una maravilla, hasta ese negro
momento en el que todo se apagó. Se oyeron truenos en su cabeza. No soportó.
El
día de su cumpleaños ochenta, sesenta años después de haber descubierto la vida
en el sexo de Blanquita, lo encontraron en su apartamento, el mismo en el que
vivía con sus padres. Estaba tirado en el piso, la cara aplastada babeando la
alfombra. Con camisa, sin pantalón y con el bóxer manchado con su propio semen.
En una mano, una botella de whisky a la que le quedaba dos dedos; en la otra,
apenas el reloj dañado en el pulso. Dicen que murió de una sobredosis de
pastillas para dormir mezcladas con whisky. También dicen que cuando el policía
volteó su cuerpo, encontró una nota que decía:
“Ochenta años me costó tomar la que es,
irónicamente, la decisión de mi vida. Ochenta años de fracasos, de errores, de
amores y, sobre todo, desamores. Ochenta años de pajas de manos disecadas.
Ochenta años de corazones destrozados. Ochenta años de puñaladas en la espalda.
Ochenta años de abandono y soledad. Ochenta años para darme cuenta de que no me
llevo nada, de que todo lo que he ganado, es artificial… O todo es un producto
de mi imaginación…”