martes, 27 de diciembre de 2011

Sobre el odio... Estilos de vida

Estaba harto de esa ciudad. Adoraba su cultura y las tradiciones que me habían inculcado en mi familia. Pero había algo errado con el resto de la gente, o quizás era yo el que estaba mal.

Estaba cansado de ir siempre a los mismos sitios, ver siempre las mismas caras, los mismos estereotipos. Cansado de vivir entre un montón de imbéciles que se comportaban todos de la misma manera, unos detrás de otros, día tras día, sin pensar por sí mismos. Eran como zombis. Estaba harto de sus estilos, de sus modas, de su forma de ser. Harto de esa actitud de “tienes que hacer esto, para que tengas esto, como nosotros”, “¡jódanse!  Yo no quiero ser como ustedes”. Harto de sus gobernantes, de sus leyes ilógicas, de sus reglas, de su corrupción. Harto de los imbéciles de saco y corbata que dominaban el monopolio de la ciudad. Harto de sus hijos, harto de sus nietos. Estaba obstinado de sus uniformes, porque si algo me rompía las bolas, era esa manía de usar uniformes. Desde pequeños, cuando ingresábamos por primera vez a un pre-escolar, teníamos que usar uniformes. Nos entrenaban para que fuéramos todos iguales. Tú no podías elegir tu vestimenta ¡NO! Tenías que usar lo que ellos te decían. Cuando esos niños llegaron a la universidad, pensaron que era necesario seguir uniformados. Así comenzaron sus modas. Todos a comprar ropa de la misma marca: “porque si no usas una camisa de esta marca, no eres nadie”. Yo prefería no ser nadie. Luego en sus trabajos. Policías, doctores, enfermeros, panaderos, heladeros, bomberos, militares. Cuerda de imbéciles, todos uniformados, por una cuestión de “etiqueta”, o ¡vaya usted a saber por qué!

Lo peor no eran sus ropas. Lo peor llegó cuando me di cuenta de que todos “pensaban” igual. Todos con los mismos ideales. Nadie era capaz de llevar la contraria. Nadie era capaz de poner en duda una creencia. Por dentro todos parecían estar llenos de lo mismo: ¡un gran saco de mierda!

Sus cochinas metas materiales: “Tengo que estudiar esto para manejar la empresa de mi papá”. Sus mayores sueños eran comprar el mejor carro, el celular más caro del mercado, un televisor más grande que el del vecino, unas tetas operadas, una nariz operada, un culo operado. Todo operado, no había nada natural. Comprar, comprar, comprar. Todo para demostrarme a mí quién tenía la mayor y más podrida cantidad de mierda en la cabeza.

El día que decidí huir de esa sociedad, sentía cómo me estaba consumiendo. Yo era parte de una minoría selecta, pero creciente. Cada vez conocía más personas que odiaban las mismas cosas que yo, más personas con gustos originales, no eran mis mismos gustos, ni los gustos de los otros. Estas personas tenían sus propios gustos. Eran bien formados, bien estudiados. Lo más importante, cada uno tenía sus propios valores, sus propios ideales. El buen gusto se iba expandiendo por esta zona. Me di cuenta de que la gente estaba empezando a fomentar valores e ideales, ¡POR MODA! Y yo era parte de esta minoría creciente, que un día se convertiría en mayoría. Yo le temía a las mayorías, me parecían absurdas. Las religiones, los partidos políticos. No estaba solo. Pero tampoco quería estar con ellos, no porque ellos no valieran la pena. Pronto tendría 30 años, un trabajo, una familia, una casa, un carro, cuentas por pagar y me vería obligado a usar saco y corbata, o peor, un uniforme. Me di cuenta de que ellos si ellos podían volverse más como nosotros, cualquier día, yo podría convertirme en uno de ellos. Y huí.

Paré en la última licorería que había antes de llegar al puente, que atravesaba el río que separaba estas tierras. Compré una botella de ron y dos cajas de cigarrillos, para hacer más ligero el camino. Caminé kilómetros intentando no volver la vista atrás. Me detuve en la mitad del puente, en su punto de inflexión. Encendí otro cigarrillo y me senté con la vista puesta en el último ocaso que vería de ese lado.

Terminé de cruzar el puente mientras oscurecía el cielo. Cuando llegué al otro lado, caminé algunos kilómetros para darme cuenta de lo peor.

Lo peor fue este nuevo lugar, con este nuevo idioma, nueva cultura, nuevas tradiciones, pero plagado por la misma clase de gente, la misma mierda en diferentes cabezas. El estudiante, el policía, el panadero, el heladero, el militar. Todos buscaban el mismo destino.

Paseaba de bar en bar mientras me hacía pasar por alguien “simpático”, por uno de ellos, para conocer sus grupos desde adentro. Ya sabes: “Nunca conoces al lobo, hasta que estás en su boca”. Una botella de vodka, porque de este lado era más barata y otras dos cajas de cigarrillos, de otra marca. Y seguí paseando por sus antiguas calles de piedra, sus paredes altas y estrechas. Me encontré una mujer bailando en un bar, no era de mi gusto, pero me cruzó algunas miradas, me demostró un interés incierto. Le conté una historia que pecó de ser cierta. Ella contó dos o tres para intentar impresionarme. Yo ya había estado ahí. Le invité a tomar de mi vodka. Ella me invitó a su casa. Dejé la botella en la primera mesa que vi al llegar. Nos comenzamos a desnudar mientras me empujaba hacia su habitación. Me pidió no hacer ruido, no quería despertar a sus compañeras. Lo que ella no pudo evitar fue gritar durante los 20 minutos que duró el sexo, sí, 20 minutos, rompí mi propio récord. No tuvimos tiempo de compartir el cigarro post-coito. Le dije que iba al baño mientras se vestía, pero salí de su casa, salí corriendo como si su marido corriera atrás de mí. Corrí por miedo a quedarme.

Mientras corría bajo la oscura noche, se pintaba un nuevo amanecer en el horizonte. Aún bajo el efecto etílico, me acosté en un banco de alguna plaza. Esperaba que abrieran temprano los comercios. Apenas abrió un mini mercado, compré otra botella de vodka, aún tenía cigarros.

Caminaba sin rumbo, sin ánimo de regresar a ninguno de los lugares en los que alguna vez había estado. Volví a la orilla del río que separaba estas tierras. Observé hacia la otra orilla, veía mi pasado desmotivador. Volteaba y veía un presente desconcertante. Ahí sentado me di cuenta de que, por mucho que escapara, a donde quiera que fuera, la gente iba a ser igual y lo que yo menos quería era cambiarla. Era una ley de vida que yo odiaba y amaba a la vez. El hecho de que nadie fuera como yo, o tal vez unos pocos. No por sentirme único, ni especial. Nunca sentí la necesidad de ser alguien, para demostrárselo a otros. Era yo. Era un ser superior. Era como un Dios. Yo era mi propio Dios.

De nuevo caminé hacia el puente, siempre con la botella en la mano. Llegué a su punto de inflexión ¡Mi punto de inflexión! Terminé las últimas caladas del último cigarro que tenía. Bebí las últimas gotas de vodka. Tiré la botella ¡Y salté!