jueves, 22 de noviembre de 2012

Producto de mi imaginación


Ochenta años le costó tomar la que es, irónicamente, la decisión de su vida. Ochenta años de fracasos, de errores, de amores y, sobre todo, desamores. Ochenta años de pajas de manos disecadas. Ochenta años de corazones destrozados. Ochenta años de puñaladas en la espalda. Ochenta años de abandono y soledad. Ochenta años para darse cuenta de que no se llevaba nada, de que todo lo que había ganado era artificial, un producto de su vasta imaginación.

El día de su funeral, escuché unas vecinas que decían:

-         Ochenta años. Hasta me admira. – dijo una.
-         Con aquella vida, no sé cómo no se suicidó a los quince.
-         ¿Con aquella vida? ¿y qué me dices de aquella familia?

Con un padre alcohólico que abusaba de su madre, fármaco dependiente. Un hermano menor que murió antes de los diez años y una hermana mayor, que a los dieciocho se fue de la casa, para trabajar como prostituta. Es cierto, no vivían bien. Para él fue difícil su infancia y nadie esperaba que saliera un gran genio de una familia como aquella.

No estaba tan loco como contaban sus vecinos más jóvenes, ni era tan gruñón. Tampoco era un viejo sabio, de esos que te pueden dar una clase de cualquier cosa mientras se toma un café. Nunca fue el primero en ninguna clase, ni salió con honores a la universidad.

Ochenta años para darse cuenta que la etiqueta de ‘escritor’ le quedaba grande, la de ‘poeta’, mucho más. Ochenta años y más de cien desgracias no bastaron para que su decisión se diera unos años atrás.

Ni siquiera se le pasaba por la cabeza el día que reprobó matemática, en el último año del colegio. Ni cuando le rechazaron la candidatura en la universidad a la cual quería ir.

Siempre fue un maldito cobarde, eso sí. Tan cobarde como pensativo. Hombre de pocas palabras y mucho pensamiento, y mucho miedo. Tanto miedo a hacer lo que le gustaba, que lo hacía escondidas. Nunca nadie le vio hacer lo que le gustaba.

Decidió estudiar algo que odiaba, porque el miedo no le dejaba hacer lo que quería, no en público. Entonces revolucionó su carrera, revolucionó también su trabajo. Aún en la universidad se escuchan algunas leyendas urbanas sobre su persona y es admirado por unos pocos que idolatran su arte. Pero él nunca los conoció, ahora ya es tarde. Nunca supo que era admirado y vivió mejor así. Porque era un cobarde, un cobarde que se ocultaba en el papel para no dar la cara.

Dieciocho años le costó expresar sobre un papel todo lo que sentía. Una basura literaria, como era de suponer, pero con alma, alma transparente. Y nadie lo vio. Era lo importante. Entonces comenzó su relación poliamorosa con el lápiz, con el papel, con una antigua máquina de escribir que heredó de su abuelo; quizás el único objeto material con algún valor sentimental aún el día de su muerte; el único que de verdad se habría llevado hasta la tumba.
Veinte años le costó tocar por primera vez una teta (desde el día de su destete). Veinte años intactos tenía el día que, según contó alguna vez, perdió la virginidad. Un regalo de cumpleaños de parte de una vecina a la que cortejaba muy fugazmente, contó él también. “Como Blanquita, ninguna”. Puede que haber conocido a Blanquita haya sido la única dicha en su vida, aparte de escribir y masturbarse, porque claro, nunca nadie lo vio con ella.

Por maldiciones del destino, Blanquita se tuvo que mudar al viejo continente cuando tenía veinticinco años. Otro golpe devastador para él, aunque nadie lo supo, nadie lo vio. Dos años tardó en encontrar otra mujer, nunca a la altura de Blanquita.

Tras los cuarenta ya tenía tres divorcios a cuestas junto con un cuarteto de herederos. A pocos de ellos se les pudo ver la cara el día de su funeral, a lo mejor el tampoco los hubiese querido ahí. Dicen que los niños les salieron poseídos por el espíritu de su padre, el alcohólico. Todos le odiaban, desde el nacimiento; y él, con el tiempo, aprendió a odiarlos también.

A los cincuenta años le llegaba la otra gran dicha de su vida, tras el descubrimiento de la masturbación, del lápiz y del sexo de Blanquita; murió su papá, el alcohólico. Lo que le llevó a escribir su obra maestra: “El veneno del borracho”.

Todo lo que puedo contar después de su última gloria, son sus desgracias. En resumidas cuentas: La muerte de su perro, la quema de su casa, junto a gran parte de sus obras incompletas, que prometían llevarlo a la cúspide de la literatura universal; todas las enfermedades clandestinas de las que se contagió por coger a cuanta puta viera en cada esquina. En el underground de la urbe ya conocían su cara, pero no su nombre. Ahí sí era una persona muy querida, por su frecuente concurrencia, pero sobre todo, por sus generosas propinas. Y es que su salario se iba en las putas… y en alguna basura para comer.

Pero fue a los setenta y nueve años que recibió la peor noticia de su vida, la más trágica, la más dolorosa. Alguien llamó desde París para informar sobre la defunción de Blanquita. Nunca nada le había afectado tanto. Nunca nada le había hecho sufrir. De repente su vida había sido una maravilla, hasta ese negro momento en el que todo se apagó. Se oyeron truenos en su cabeza. No soportó.

El día de su cumpleaños ochenta, sesenta años después de haber descubierto la vida en el sexo de Blanquita, lo encontraron en su apartamento, el mismo en el que vivía con sus padres. Estaba tirado en el piso, la cara aplastada babeando la alfombra. Con camisa, sin pantalón y con el bóxer manchado con su propio semen. En una mano, una botella de whisky a la que le quedaba dos dedos; en la otra, apenas el reloj dañado en el pulso. Dicen que murió de una sobredosis de pastillas para dormir mezcladas con whisky. También dicen que cuando el policía volteó su cuerpo, encontró una nota que decía:

“Ochenta años me costó tomar la que es, irónicamente, la decisión de mi vida. Ochenta años de fracasos, de errores, de amores y, sobre todo, desamores. Ochenta años de pajas de manos disecadas. Ochenta años de corazones destrozados. Ochenta años de puñaladas en la espalda. Ochenta años de abandono y soledad. Ochenta años para darme cuenta de que no me llevo nada, de que todo lo que he ganado, es artificial… O todo es un producto de mi imaginación…”