Hace algún
tiempo conocí una persona que me inspiraría a escribir algo sobre la cobardía.
Un día, como otro cualquiera, sentado en mi escritorio, tomé un lápiz y un
papel y decidí escribir.
Primero escribí
un título bastante sencillo y explícito, arriba, en el centro de la hoja:
“Cobarde”. Cuatro horas después me encontré sentado frente a la misma hoja,
hipnotizado por su blancura, con nada más que un título de siete letras. Las
ideas que trajo mi musa se fueron desapareciendo. Las palabras en mi mente se
iban apagando como cocuyos alejándose en el infinito.
Me había dado
cuenta, tras escribir el título, que ya todo estaba dicho. Que no hay peor
insulto que mentar a alguien de cobarde. Esa musa era cobarde. Yo también he
sido un cobarde en cierto sentido. Nos faltó valor a ambos para enfrentar
diversas situaciones, pero las circunstancias eran incomparables. Entonces ¿por
qué se me hizo tan difícil no juzgarle? Me tomo el atrevimiento de responderme:
Pues me atrevo
a juzgarle porque yo, que me he escapado tantas veces, nunca corrí de mí mismo.
Es que no hay peor cobarde que quien huye de sí mismo. Y yo les podría contar
una infinidad de historias de las que he huido, pero jamás entraría en mis
palabras escapar de mi verdad.
Esta persona lo
hizo. Dejó atrás todo lo que era para convertirse en algo que no. No le importó
ni un segundo lastimar a las personas que estaban a su alrededor. Simplemente
se fue, sin más, tal como lo haría un desertor.
Muchas veces he
escuchado que los suicidas son personas cobardes. A mí me parece todo lo
contrario. Me parece más valiente alguien que se quita la vida sabiendo que no
hay un paraíso que lo espera ni un Señor que lo va a salvar y perdonar; que
alguien que evade su propio destino, por miedo a encontrar felicidad.