Sentía como se me quemaba el pecho, acostado boca arriba en esta piedra. Los flashbacks traían recuerdos escasos a mi memoria… Aquella habitación diminuta, inhóspita, perfumada, ahumada, sin ventilación, sin una salida al exterior.
La cantidad de gente sudando, riendo hilarante, gritando vehemente… Y la música estaba tan alta… Pero no era música, eran voces, voces de niños, de viejos, de muertos y llantos, llantos de mujer y ruido, el ruido de los carros, ruido de esquizofrenia, estampas de manicomio.
Cuando por fin nos dignamos a salir, nevaba, nevaba en una ciudad donde no acostumbraba nevar, pero a nadie le importaba, era necesario respirar.
Caminabamos por calles extremadamente estrechas, con bares alrededor. La gente bailaba impaciente, tenían sexo en el piso húmedo por la nieve y había botellas rotas, jeringas, chaquetas de cuero, ropa interior gastada. Se sentía el pánico alrededor.
Aquella mujer de dos cabezas, en la puerta de un bar sin luz nos llamaba, nos arrastraba… Nosotros, como llevados por un demonio, entramos sin pensar. Nos adentramos por un pasillo de paredes onduladas, que se acercaban una a la otra, cada vez más. La luz azul al final nos indicaba la sala de juegos… Cuatro mesas de pool, una mesa de blackjack, unas cuantas tragamonedas y otra vez las chaquetas de cuero negro, tipos gordos, sudados, con barbas largas, con lentes oscuros, como si estuvieran en un día soleado de playa, eran amenazantes.
Llegamos hasta la mesa de futbolín, al final de la habitación. De pronto estábamos uniformados, listos para jugar, dos contra dos. Olvidamos el mundo exterior, olvidamos incluso el que nos rodeaba en ese momento. Estábamos solos en un local abandonado, jugando el más épico de los partidos de futbolín. Destrozamos la mesa, el vidrio, los tubos y todo a su alrededor, nos sumergimos en un mundo troyano y armamos una guerra a muerte, a muerte, hasta que fuimos echados del local por dos gorilas de seguridad, monos peludos, de dos metros y medio de altura y más anchos que un tronco de sequoia.
Volvimos a los callejones estrechos, aún estaba oscuro el cielo, la gente continuaba follando en la nieve, eran locos, locos de remate. “¡Un psiquiatra, necesitamos un psiquiatra!” gritaba alguien, eufórico.
Entramos a otro bar, de luces tenues, la gente bailaba al compás de ningún sonido, era ruido, bailaban sin guión… Los labios de una mujer superdotada se me acercaban mientras se perdía su mirada en la mía y viceversa, ahora mis piernas flotaban entre una densa nube… Me llevaron hasta un cuarto apartado, de cortinas vino tinto, con un sofá en ‘L’, me acostaron, mujeres semidesnudas me acosaban, me incitaban, mientras yo veía como la imagen de un Cristo aparecía en las paredes, como una mancha de aceite, aunque, quizás… Quizás era una Magdalena.
Caminamos y caminamos por horas, hasta llegar nuevamente a aquella habitación diminuta, inhóspita, perfumada, ahumada, sin ventilación, sin una salida al exterior… Y ahí estaba yo, acostado en aquella piedra, junto a ella, mientras sentía el ardor en mi pecho y trataba de descansar, de descansar eternamente, mientras me preguntaba ¿qué había sido todo aquello?
Pero el descanso no fue eterno… El día que abrí los ojos, ella ya no estaba y no había nadie que me pudiera responder.
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