Pero en mi caso fue diferente. No recuerdo mi primer beso, no recuerdo a mi primera víctima. Recuerdo los detalles opacos, como destellos que vienen a mi memoria.
Recuerdo los nervios que sentí, como cualquier otro novato. Recuerdo el clima frío, recuerdo un abrazo.
Recuerdo unos labios resecos acercándose, recuerdo su sabor y recuerdo el momento en el que desenfundé el arma.
Ella estaba tranquila mientras yo me acercaba, no reaccionó. No se protegió, ni se defendió, ni siquiera huyó, y tiempo tuvo de sobra para escapar. Pero, ¿por qué no corrió? Sabiendo el peligro que la rodeaba.
Ella se dejó llevar por el momento, dejó que el clima la congelara y le paralizara las piernas. Yo no tuve piedad. Nunca practiqué, pero saqué mi mejor disparo a la primera.
Se fue al suelo como una piedra, nuestra respiración sincronizada la calmaba. Nada va a pasar –le dije- como si yo fuera el experto en la materia.
La arropé con mi chaqueta para que no temblara, luego llegaron el segundo y el tercero. Pero no llegaba nada. Dijo “quédate, no me abandones, ¿qué harás cuando te vayas?, ¿me recordarás el día de mañana?”
Desperté al otro día en mi habitación. Una nota en mi bolsillo que decía:
“¿Por qué lo hiciste? Disparar y luego irte, has sido un cobarde. Por siempre me recordarás. – Los primeros labios que besaste”.
Y he buscado tu imagen en viejos archivos, en las páginas de homicidios. Una foto, una pista, apenas una muestra de tu cara. Pero no, querida, ¡qué fácil te olvidé! Pero ¡cuánto quisiera recordarte!
Los recuerdos son mentiras...
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