Nos dirigíamos
a 50 k/h por una calle en la que la velocidad máxima permitida era de 60. Eran
las 4 de la mañana. Con las ventanas abiertas podías oír el trinar de las aves
en los árboles que rodeaban la infinitud del asfalto. Prendí la radio y la dejé
en la primera estación que conseguí, sonaba una balada de los ’50, no recuerdo
el nombre. Parecía que conducíamos hacia la muerte; y no se veía tan mal.
De pronto abrí
los ojos y me encontraba en la butaca de la clase ejecutiva de un Boeing 737
con un rumbo que desconocía. Me desesperé al instante, me levanté y fui hasta
la cabina del piloto para que me explicara la situación. Abrí la puerta de la
cabina y la encontré vacía, no había un piloto, ni un copiloto, ni nadie con
algún disfraz parecido. Peor para mi sorpresa que los 50 km/h se habían
convertido en más de 400 nudos en caída y el asfalto infinito, en profundas
nubes grises. Intentaba desesperadamente volver a mi asiento con la esperanza
de que me salvara una inútil máscara de oxígeno cuando me di cuenta de que no
había nadie más en el avión. Estaba solo en un avión que iba en caída libre sin
nada cercano a un plan de aterrizaje ¿quién va a salvarme ahora? ¿A quién debo
rezarle? Pero no es momento de hablar de Dios, mi prioridad es buscar una
manera de salvarme.
Inspirado por
el miedo volví a abrir los ojos, también porque estaba a punto de morir de un
ataque cardíaco. Apenas pude oír su voz, “bájate, ya llegamos” – era ella quien
nos conducía hacia la muerte… ¿o hacia esta cama? No importa, no les encuentro
gran diferencia.