Nunca planeé tomarme un café, aquella mañana de agosto en París; no por lo amargo del primer café que me bebí al llegar a la ciudad, el cual me hizo prometer que disfrutaría mi estadía nocturna y perturbaría mis horas de sueños con cualquier otra bebida – energética, era una opción – sino porque nunca he planeado nada, nunca hago planes, soy de ese tipo de personas que llaman “desordenados”, no tengo una agenda con los deberes que por hacer cada día, no acomodo mi cama antes de salir, de hecho la desordeno, casi por superstición; siempre me dijeron que la cama debía estar acomodada, “porque se veía mal”, pero, ¿quién carajo ve las camas de los demás?, yo no, no llego a casa de mis amigos, entro a sus habitaciones y exclamo, ¡Mierda, que desastre de cama!, será por eso que tampoco espero que nadie entre a mi habitación a ver mi cama.
Acepté la insinuación de aquella dama que bailaba en el bar, salpicando de vodka a todos a su alrededor, mientras yo me tomaba el tercer vaso de whisky, deslizó su mano por mi mejilla y con un francés muy bien pronunciado me dijo su nombre – el cual no recuerdo – posó el vaso en la barra, me miró directamente a los ojos, sin temor alguno, como si nos conociéramos desde la cuna, sacó un papel en el que tenía escrito, lo que parecía, su número de teléfono, y con la misma delicadeza de su mano en mi mejilla, pero con la firmeza de su mirada clavada en mis ojos, lo colocó en el bolsillo de mi camisa; estaba tan aturdido por lo extraño del momento, y era tan inocente, que lo único que conseguí pensar fue: “que suerte que traje una camisa con bolsillo”.
La noche terminó, sin interesante final – no la volví a ver -.Sólo una noche más de un solitario perdedor viajando por el mundo, con la única diferencia de que esta vez estaba en París y exclamé: “¡París carajo! Es la puta tierra del amor, ¿y yo? Y yo me voy a dormir solo, como todas las noches”. En ese momento decidí que algo tenía que cambiar, este tenía que ser mi viaje diferente, el que recordara siempre, del que tendría algo de que hablar. Tanta emoción me dio sueño, era un hombre trabajador, cansado; me acosté, con el papel en la mano, detallando bien el número de teléfono, preguntándome si todo aquello había sido verdad.
Al día siguiente me desperté, observé otra vez el pedazo de papel con su número. No la llamé.
La mañana siguiente, me levanté de la cama, tomé un desayuno fuerte, como si se tratara de un plato de valentía, cogí el pedazo de papel, el teléfono y marqué. Ella atendió, era su voz, la recordé enseguida y nunca entendí tanto el francés como lo hice durante esa llamada. Como no hago planes a largo plazo, la invité a tomar café esa misma mañana, es decir, enseguida; ella aceptó la invitación; nos pusimos de acuerdo con respecto al lugar, quedamos en encontrarnos quince minutos más tarde.
Y allí estaba yo, sentado en aquella esquina del Boulevard Saint-Germain, en el Café de Flore, me tomó apenas diez minutos llegar, estuve ahí calmando mis nervios con cigarros, mientras esperaba; como si se tratara de mi primera cita, a los quince años. Veinte minutos después apareció ella; con un aire de sirena, un aroma exquisito, un jean ajustado, su escote estimulante, la cabellera suelta, se dejaba ondear por la brisa veraniega de aquel agosto. Y así estuve, sentado con una mujer hermosa, en un café de París, sin planearlo y sin planear lo que pasaría durante aquel día, aquel largo día.
Paseamos por la Avenida de los Campos Elíseos durante la tarde parisina, mientras se acercaba el ocaso, me daba cuenta de que casi pudimos conocernos, si alguno de los dos hubiese sido sincero. Habíamos estado juntos casi ocho horas, hablando de tanto, pero nunca intercambiamos nuestros nombres, ella me había dicho el suyo en la otra noche en el bar, pero yo ni siquiera había entendido; lo dejamos como un misterio, como si se tratara de algún intrigante juego, donde teníamos que descubrir al culpable, antes de que cometiese el crimen.
Al caer la oscuridad de la noche, le convidé a entrar a otro bar, cualquiera que encontrásemos en el camino; ella rechazó mi propuesta y contraatacó con un rotundo: “prefiero que me lleves a un sitio más privado”; me sorprendió lo directa que fue, sin rodeos, como me gustan las mujeres, y aún así, me asustó.
Yo tenía una habitación en un hotel, a la que sólo recurría a la hora de dormir, pero sabía que esto sería cuestión de una noche, preferí llevarla a otro lugar. Alquilamos una habitación en un lujoso hotel, pedimos servicio a la habitación, champagne para dos, vodka para cuatro. Estuvimos bebiendo y ejerciendo de mitómanos, quizás algunas de las historias que se nos escaparon para entretenernos, entraban en la realidad, la extraña realidad.
De repente nos quedamos callados, como sincronizados, las luces se pusieron tenues, como si el ambiente conociera ese momento indicado, o tal vez era el efecto del alcohol que afectaba mi visión, pero en el momento me pareció más romántico pensar en la primera. Nos besamos, extrañamente no lo habíamos hecho, sino hasta ese momento, el “momento indicado” había llegado, estuvimos listos, nos sentimos atraídos por los labios mutuamente, como si fuésemos hierro e imán. Nos besamos durante, aproximadamente, una hora, antes de comenzar a quitarnos la ropa uno al otro. Ella comenzó por desabrocharme el cinturón… Y el pantalón. Yo apenas reaccioné quitándole la camisa. Ella tan autoritaria, yo tan dominado por el amor de esa mujer, por el alcohol, por el momento, me tiró a la cama, con una malicia indescriptible, se arrojó encima de mí, la tomé por las caderas, seguí su particular movimiento, sus nalgas bailaban al ritmo de mis piernas, se movía como nadie, mientras yo estaba adentro de ella, con toda mi humanidad, todo mi empeño, ella proseguía la danza, yo me dejaba llevar por sus pasos, le agarraba los senos con firmeza, sus movimientos ondulatorios y circulares me dejaban desconcertado, intenté sentarme, acomodarme para besárselos, pero no me dejó. Bien inspirada por las acciones, notaba como se corría su humedad por mi pelvis sedienta, cambiamos de posición y por fin pude probar la delicia de su pecho, su firme pecho, con areolas exageradas, rosadas, sus pezones extremadamente duros, pude contar uno a uno los lunares en su pecho mientras me dedicaba a besarlo. Nueva posición, dictó, como un teniente de guerra. Y ahí me encontraba yo, detrás de ella, me pedía que le halara el cabello, que cambiara el ritmo, mi panorámica era perfecta, podía ver como se arqueaba su espalda como símbolo de goce, mientras templaba su larga melena rubia y oía sus dulces gemidos. Pasamos a tomar la posición más común, lo hacíamos mientras nos besábamos apasionadamente, como sólo se besan los enamorados, sus piernas abiertas al ángulo perfecto, podía sentir como me apretaba, como se venía… Y… Y… Y llegamos, llegamos a esa sabia explosión de la naturaleza, sentimos como el resto de la humanidad se paralizaba a nuestro al rededor, éramos sólo nosotros dos dándole brillo y significado al arte de vivir, al arte de amar, sentimos como toda la responsabilidad de ser felices caía en nuestros hombros y lo fuimos, trabajamos como obreros para llegar a donde estábamos, bebíamos de ese elixir sagrado que beben los que saben de amor, las manecillas del reloj no giraban, los peces dejaron de nadar, las aves cayeron de su vuelo, el Arco del Triunfo arropó a la Plaza de la Concordia, el mundo dejó de ser mundo para dedicarse a nosotros, porque nos lo merecíamos. Y así, fuimos explotando por dentro, una y otra vez, cada uno a su manera, pero cada uno satisfizo al otro, como si nos conociéramos de toda la vida, como si nos hubiésemos amado desde el nacimiento. Caímos rendidos en perfecta armonía, nos abrazó el sueño, sin decir una palabra, nos besamos y nos dormimos…
Me desperté en un lujoso hotel de París a las tres de la tarde, sólo me cubría una sábana blanca, a mi lado, solamente la marca en el colchón de una persona que estuvo ahí, su aroma. No había ropa de mujer, no había nota, no había mensajes, no había llamadas, ni el clásico beso bien marcado de pintura de labios en la servilleta…
Regresé a mi trabajo en un país del continente americano, no volví a saber de ella. Tres años después regresé a París, la busqué, en el café, en los hoteles, en los bares; le envié mensajes, la llamé; había cambiado de número…
Me enamoré una noche en París, de alguien de quien me había enamorado muchísimo tiempo atrás, mucho antes de conocernos, nos enamoramos tanto que no supimos manejarlo. Y nunca más nos volvimos a ver.
Al año siguiente, la empresa me ofreció una propuesta de trabajo fijo en París. Renuncié.